Por José Luis Taveras
Somos
una sociedad agitada por las fuerzas ciegas del consumo. Sufrimos una
agresión violenta del mercado que nos impone hábitos, estilos de vida y
cosmovisiones existenciales.
Hace
unos días, vacacionando por Barcelona, recibí una llamada de Pastor de
Moya. El motivo de su aparente apremio no era tal. Quería contarme su
impresión sobre un artículo que publiqué en este diario. La conversación
fluyó a su antojo. Pastor no es un poeta de vaga definición; de hecho,
pienso que no cabe en ninguna. Es un cronista alucinado de la
carnalidad, cuyos confines trepa con destreza suicida.
La
plática empezó de forma rutinaria, pero fue escalando en abstracción
hasta romper en la catarsis. Al referirse a la mediocridad que nos
envenena, Pastor, de retórica profana, usó una imagen robusta: “cultura
epiléptica”. Esa expresión me aturdió. El poeta apenas la insinuó
convencido quizás de que yo tenía su calado imaginativo. Nunca sospechó
que me quedaría rumiando el concepto por varios días hasta comprender su
ingente fuerza descriptiva, esa que trato de condensar en esta entrega.
Cierto,
la epilepsia, como trastorno neurológico provocado por un incremento
anormal de la actividad eléctrica cerebral, se expresa en convulsiones,
babeos, inconsciencia temporal y estado de miedo, ansiedad o déjà vu.
Pensándolo bien, ¿cuál otro cuadro puede describirnos tan
frenéticamente?
Somos
una sociedad agitada por las fuerzas ciegas del consumo. Sufrimos una
agresión violenta del mercado que nos impone hábitos, estilos de vida y
cosmovisiones existenciales. Bajo su control enajenante nos realizamos
en la intrascendencia, en la supremacía del hedonismo, en la
glorificación de la banalidad. Nuestras convulsiones nacen de la
eufórica victoria del yo, de la espectacularidad del éxito, de la
fascinación narcisista, del morbo excitado y otras tendencias no menos
torcidas.
El
mercado es el “constructor social” de todos los tiempos. Al respecto,
el sociólogo inglés Zygmunt Bauman escribió: “Además de tratarse de una
economía del exceso y los desechos, el consumismo es también una
economía del engaño. Apuesta a la irracionalidad de los consumidores, y
no a sus decisiones bien informadas tomadas en frío; apuesta a despertar
la emoción consumista, y no a cultivar la razón”.
Hemos
asimilado sin filtros esa “racionalidad emotiva” tan débil y veleidosa
como la moda, que nos aleja del pensamiento constructivo, de la
reflexión creativa, de la abstracción autocrítica y de la búsqueda de la
espiritualidad. Crecemos en masa flácida sin una estructura ósea que
nos dé consistencia social. Construimos un cuerpo mórbido y
desvertebrado, pesadamente lento para migrar a niveles evolucionados de
realización colectiva. Eduardo Galeano renegaba de ese arquetipo social
que nos deforma: “Estamos en plena cultura del envase. El contrato de
matrimonio importa más que el amor, el funeral más que el muerto, la
ropa más que el cuerpo y la misa más que Dios”.
Hace
unos días, transitando por Instagram, me sorprendió la cantidad de
anuncios publicitarios pagados por jóvenes en los que promovían sus
imágenes corporales en formatos explícitos. No se trataba de ofertas
sexuales sino de líneas estándares de autoexpresión en la cultura de las
redes, basadas en los mismos códigos y canales de venta para productos o
servicios. Mercadear la intimidad del cuerpo solo para disfrutar el
placer de un “me gusta” es un retrato patético de la vida “en
superficie”. Un síntoma funesto de “cosificación” terminal.
Otro
síntoma de la cultura epiléptica es el babeo. La baba es el lenguaje
oficial de la necedad. Nos han ahorrado hasta el pensamiento envasando
en clichés sus conceptos. La comunicación ha perdido sensibilidad,
sintonía y dimensión creativa; hoy es más utilitaria que esencial: un
repertorio, al decir de George Steiner, de “verdades cansadas”. Se habla
mucho, se comunica poco; se publica más de lo que se escribe. Los
discursos son zurcidos de fórmulas preconcebidas que, como parches en un
tejido remendado, quiebran su textura sustancial. El lenguaje es una
experiencia frívola, desconectada y predecible. La lógica de los
estereotipos impone su falso sentido para que su víctima se asocie con
la percepción prefabricada y sacarla así del debate. Cuando a tales
tachas se le suman prejuicios personales, entonces lo que queda del
individuo es un residuo fecal del sistema. Otra versión “a modo de
ahorro” del “pensamiento” social es la que proporcionan las redes. Los
conceptos son tan minimalistas que pueden caber en un tuit. Lo trágico
es cuando sus opinantes profesionales o influencers esperan o reclaman
categorizaciones intelectuales por su ejercicio. Razonar en doscientos
ochenta caracteres es una pretensión soberbia de la mediocridad; conocer
el pensamiento de alguien por dos o tres mensajes es más temerario que
la ignorancia. El debate sustantivo aburre, fastidia e inoportuna. El
lenguaje artístico pierde devoción, la poesía languidece y la
sensibilidad perece.
El
cuadro epiléptico remata con un estado de miedo, ansiedad o déjà vu.
Aceptamos vivir el autoengaño del progreso para ni siquiera pensar en
nuestra insignificancia. Preferimos inhalar el humo narcótico de la
futilidad para que las neuronas, en su vértigo hipnótico, nos pongan a
pensar inversamente. Somos adictos al delirio de lo vano. Una cultura
rendida, apocada y temerosa escondida de su propio miedo; moldeada a la
imagen de su conformidad; haciendo de su resignación un “suicidio
cotidiano” (la expresión es de Honoré de Balzac). Nos hemos castrado
para acomodarnos a un presente eterno, sin más movilidad que el paso del
tiempo. Las fuerzas de nuestro viejo carácter enérgico han preferido
cauces más cómodos. Nos llegó el tiempo de pensar y no sabemos cómo
comenzar, sobre todo cuando pocas veces nos hemos preguntado
colectivamente qué queremos. La tarea se dificulta con una pila de
escombros del pasado. Tenemos que levantarnos.(Diario Libre)